Leyendas Mexicanas (2ª Parte)

La calle del Indio Triste


Esta leyenda data de los tiempos en que inició la colonización de México, y está relacionada con el fuerte impacto que tuvo la llegada de los extranjeros y el choque cultural con las civilizaciones indígenas.


Cuentan que en los tiempos de la Colonia, cuando la ocupación Española arrasó con las instituciones, costumbres y religión de los indios, Cuauhtzín, un miembro de la nobleza antigua vagaba por las calles impotente y triste pero al mismo tiempo lleno de ira. El ver a su antigua Tenochtitlán totalmente cambiada, adoptando nuevas costumbres y con su pueblo al servicio de los extranjeros era demasiado para él. Un día, en el que se encontraba especialmente pensativo decidió dejar de deambular y se sentó sobre un montón de escombros en la esquina del templo de Azaxácatl.


Su pesadumbre y melancolía eran tales que pocos se atrevían a interrumpir su letargo. Así pasaba los días, cabizbajo y meditabundo. Los españoles lo llamaban indio flojo y borracho, pero él no reaccionaba y, en caso de verse forzado a dejar su esquina, siempre regresaba a su lugar habitual. La leyenda no nos cuenta cómo sobrevivía en aquellas condiciones pero si asegura que su presencia era constante y su ánimo no cambiaba.


La gente que pasaba por ahí comenzó a habituarse a su presencia, tanto que lo empezaron a considerar como punto de referencia para la calle en que se ubicaba, a la que llamaban, ‘la calle del indio triste’. Cuentan que, un día, en la esquina que siempre ocupaba ya no se encontró al indio Cuauhtzín. En su lugar, estaba una estatua de piedra en la misma postura que el indio adoptaba. Nadie supo qué sucedió con el indio triste. El rumor se diseminó rápidamente contando la historia de que el indio se había convertido en piedra. Fue tal la fama de este suceso, que la calle se continuó llamando así hasta la época moderna del Distrito Federal.



La Novia de la calle Regina

Otra leyenda de la época colonial de la Ciudad de México data del año 1556. Cuentan que cada vez que un nuevo virrey era enviado de Europa a la Nueva España, se acostumbraba dar un cálido recibimiento en las calles y avenidas de la Ciudad. Este día era solemne y todos se vestían con sus mejores galas para esta ocasión. El recibimiento consistía en caravanas donde los más nobles caballeros y sus elegantes corceles eran admirados por el pueblo. El 17 de septiembre de 1556, estaba programada la llegada del nuevo Virrey Don Gastón de Peralta, nombrado por el rey de España Felipe II. Con mucho tiempo se fueron eligiendo los caballeros que formarían parte del desfile.


Entre la caravana de caballeros que acompañaban su llegada estaba un jinete joven, como de unos veintiocho años. Su porte y belleza eran admirados por las jóvenes que desde las calles y los balcones presenciaban el desfile. El noble caballero se llamaba Don Álvaro Villadiego y Manrique. Al pasar con el cortejo por una esquina de la calle de Regina, Don Álvaro quedó prendado de la belleza de una doncella que se asomaba en un balcón. Pasó varias veces por ese lugar, para indagar sobre el nombre de la bella joven. Preguntando, dio por fin con el nombre de la joven: María de Aldarafuente y Segura. Era tal el enamoramiento de Don Álvaro que decidió insistir hasta lograr establecer contacto con María.


El joven pretendiente rondó los días siguientes la casa esperando poder hablar con ella, pero sus padres no permitían que se acercase a la joven. Sin darse por vencido, siguió insistiendo, hasta que poco tiempo después una enfermedad de la madre permitió que llegara a manos de la pretendida una carta de Don Álvaro. En la misiva, le pedía que en cuanto fuera posible corresponder su amor y la situación mejorara, mandara pintar una cruz verde en la esquina de su casa. De esta forma el sabría que el acercamiento era posible e intentaría contactarla. Pasaron las semanas y los meses, sin mermar el tiempo en la insistencia y las visitas del pretendiente, hasta que, un día, apareció la señal largamente esperada.


Por medio del apoyo de un sacerdote, que se ofreció para intervenir, se pudieron dar los primeros acercamientos y ablandar la resistencia de los padres. No hubo un noviazgo habitual por las dificultades, pero el apoyo del sacerdote fue clave para que, tiempo después, se pudiera dar el enlace matrimonial. Don Álvaro y Doña María se regocijaron aquel día. En memoria de aquella ocasión, don Álvaro mandó construir una cruz de piedra en la esquina de aquella casa. Dicha señal todavía puede verse en el cruce de las calles Regina y Correo Mayor, en el Centro Histórico del Distrito Federal.




Artículo Producido por el Equipo Editorial de "Explorando México".
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